Cuando restan solo ocho meses para los comicios del 5 de noviembre, es menester que, en todas las áreas de responsabilidad de la Comisión Estatal de Elecciones (CEE), se hagan los ajustes y se tomen a tiempo las previsiones necesarias para garantizar un proceso diáfano y un resultado acorde con la soberana decisión del electorado.
Los pasos concretos, los resultados de las gestiones y la transparencia en la comunicación con la ciudadanía en todo lo relativo al ejercicio del voto, tienen un efecto multiplicador en la construcción de una sólida confianza pública en las elecciones, como vía para el mejoramiento del País.
En la edición de ayer, EL VOCERO reseñó un asunto que, por su naturaleza, requiere de atención con premura y recurrente en año electoral, y es el hecho de que, a este momento, entre 33,000 y 70,000 personas fallecidas figuran todavía en el registro de votantes activos.
Son cifras preocupantes, porque colocan al País en el riesgo de llegar al día del sufragio sin un patrón depurado en ese renglón y, por lo tanto, convertido en foco de incertidumbre en muchas direcciones, particularmente en lo que tiene que ver con el voto adelantado y el voto ausente.
Esas preocupaciones pueden cundir el ambiente, no solo en las elecciones generales de noviembre, sino desde mucho antes, pues en dos meses son las primarias, por lo menos en los partidos mayoritarios.
Se alega que la falta de presupuesto y el escaso personal son de los factores que han mantenido a “paso lento” el trabajo de sacar los nombres de los difuntos del registro de la Oficina de Control de Calidad y Exclusiones de la CEE. Debido a esa escasez –a la que se atribuye entonces la deficiencia operacional– de un total de 152,960 fallecidos, solo 82,401 habían sido removidos del registro al 22 de febrero pasado, según documentos provistos por el ente electoral a comisionados de partidos.
Adjudicándose el cuenta gotas a un problema presupuestario, debe entonces la CEE evaluar de urgencia sus disponibilidades para redistribuir recursos a las áreas que no pueden esperar, que representan prioridades críticas para la transparencia electoral.
Porque en el camino a noviembre no debe dejarse nada al azar. No puede dejarse ningún cabo suelto que pueda trastocar ni el trayecto ni la llegada. Más aún en un ejercicio eleccionario que tiene de antesala una crisis de confianza pública, como respuesta a los sucesivos escándalos de corrupción que han involucrado a funcionarios en puestos electivos.
Esta semana este diario también reseñó los resultados de un sondeo realizado por la firma Gaither, que arrojan que un 86 por ciento de los entrevistados considera corruptos a “todos” o a “la mayoría” de los políticos y partidos; y que un 35 por ciento irá a las urnas con la clara intención de provocar cambios en la situación del País.
Esta percepción en el electorado surge de la proliferación de casos de corrupción en investigación y atendidos ya en los tribunales. Y si este es el caso, que lo es, la CEE y la clase política tienen que esmerarse en la conducción de un proceso electoral de altura, que sobrepase las expectativas de decencia “más allá de duda razonable” y que no ponga en entredicho los órganos de la democracia.
Los recursos para actualizar el registro y para asegurar la distribución de todo el material y el personal necesario deben sacarse de donde sea, que sea legítimo.
Hay que rescatar la confianza del electorado, con transparencia, con información proactiva a la ciudadanía, en el entendido de que en estos procesos toda “confidencialidad” es dañina y en nada contribuye a rehabilitar esa confianza lesionada.
Porque en una democracia funcional, la confianza pública es el principal activo operacional –y de sustentabilidad– del sistema electoral.
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