Cuba nos presenta un dilema problemático para aquellos de nosotros que, desde nuestras convicciones, desde nuestra perspectiva sociohistórica, hemos seguido el escabroso trayecto de su revolución. Escabroso en todos los sentidos: no solo en los desaciertos cometidos internamente, además del pobre manejo macro y microeconómico, sino de la insistencia cruel en un embargo que empuja a Cuba y los cubanos al precipicio. Planteo entonces las preguntas obligadas y urgentes: ¿cuál sería el acercamiento apropiado? Esto es, ¿hacia dónde dirigimos los esfuerzos de una genuina normalización de las relaciones bilaterales entre Washington y la Habana? ¿Cuál sería la vía política, diplomática, económica, sensata, en aras de una —imperfecta— solución?
Las respuestas que se puedan dar deberán venir desde la convicción más profunda de bienestar de —y hacia— el pueblo cubano. Hemos de preguntarle a ellos, los que viven y se desviven en la isla por los golpes que, desde la ortodoxia terca y perniciosa de los comunistas y del perverso frenesí neurótico y anticomunista del exilio y sus aliados, qué quieren, qué necesitan, y cuáles son sus aspiraciones. El diálogo debe facilitar la comunicación y visibilidad de estos puntos; que se conciba —desde la acción interna y descentralizada— un mapa de ruta. Igualmente preferible, por lo menos en el inicio, es que nos quitemos del medio —especialmente en La Habana, Washington, Miami, Union City en Nueva Jersey, Ciudad México, San Juan o Madrid— y brindemos espacio a Cuba y su pueblo para desarrollarse en plena soberanía y paz.
A lo primero, el embargo. Hay plena conciencia hacia quién esta apuntado, la dirigencia cubana. Es indiscutible también cuál es el principal receptor de la perfidia y el perjuicio que produce el embargo: el pueblo cubano. Este último hecho no es ignorado por los círculos de poder y las entidades y gentes que insisten en que la medida punitiva perdure. Prefieren hacerse de la vista larga, esperando con sádica anticipación que las molestias periódicas, como las que presenciamos recientemente en Oriente (Santiago de Cuba y Bayamo, particularmente), degeneren en acción directa —y violenta— que desmonte el régimen. Todos sabemos también que cambios drásticos como estos son una invitación al caos. Bien lo dijo Maquiavelo: “cada cambio deja siempre la piedra angular para la edificación del otro”. En estas condiciones —fuerza imparable, objeto inamovible— precisamos de pausar, reflexionar y ponderar. Nada bueno viene del colapso, sobre todo si se procura desde un deseo abstracto y distorsionado —negativo, diría Isaiah Berlin— de libertad.
A lo segundo, que también debería ser lo primero: la acción y disposición del gobierno cubano. El embargo hace daño, sí; imposibilita al estado a realizar transacciones en el mercado internacional entre Cuba y terceros; priva a los cubanos de bienes de consumo y servicios que potencialmente les facilitaría la vida. Constituye también para La Habana la excusa perfecta para atornillarse y mantenerse obstinadamente estancados en formas políticas y económicas que exudan ortodoxia. No es enteramente culpa de ellos, ni adversidad ni coyuntura les falta, pero sin duda debieron capitalizar creativamente cuando los escollos se presentaron. La normalización de relaciones entre La Habana y Washington ciertamente abrió el camino, no solo para el diálogo cordial, también para una suavización necesaria de las relaciones entre estado y sociedad —especialmente en términos de derechos cívico-políticos y espacio para disentir— y una críticamente importante revisión del socialismo, sin que ello requiera su descarte. Es decir, aparte del estrago que causa el embargo estadounidense el gobierno cubano precisa de pasar revista sobre su modelo de economía central planificada.
Con esto no quiero decir que la totalidad de los modos de producción deban pasar a manos privadas —hay necesidad de dejar activos esenciales y estratégicos en manos públicas en aras del —precisamente— interés público. Para que no haya confusión, cuando digo en ‘manos públicas’ me refiero a que esos activos pertenecen al pueblo: ese conglomerado socio-humano que conforma lo esencial de cualquier entidad que llamamos estado-nación. El estado, en tanto personificación del poder público funge el rol de administrador y/o regulador, manteniendo como norte tanto el bien común como la creación de riqueza, no con el motivo puramente utilitario de la mera ganancia, sino para su redistribución/reinserción en la economía en calidad de refuerzo, ampliador y estimulo de nuevos y potenciales sectores económicos, así como aquellos existentes.
Nada de esto es fácil, requiere mucho trabajo, revisión y gestión tecnocrática; requiere también un diálogo convergente, en ocasiones tenso, con los sectores productivos —obreros, asalariados, profesionales especializados y con un presunto —en el caso de Cuba un incipiente, bien incipiente— sector privado.
Precisamos de diálogo respetuoso no solo de lo que se dice, también de la voluntad compuesta de los cubanos y cubanas. Aceptar —a regañadientes si es preciso— el dictamen colectivo, incluso si es una revalidación del socialismo o la vía alterna, cualquiera que esta sea.
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